LEYENDAS
El cura de Luezas
Es La Rioja tierra singular por su orografía y presencia física. Desde cualquier punto que miremos y hacia donde observemos se presentarán ante nosotros curiosas siluetas que cualquiera de ellas representaría a La Rioja por sí solas. Desde las Conchas de Haro hasta las cigüeñas de Alfaro, que representan la mayor colonia de Europa, desde los escarpados dientes de sierra de la Demanda, con el San Lorenzo como estrella mayor, hasta las áridas tierras del Alhaja. El serpenteante Ebro que marca frontera y todos los puntos característicos de cada una de nuestras localidades.
Uno de esos enclaves que particularmente me llama la atención, por su significación y sentimiento personal, es el entorno de Clavijo. Arriba en la punta su castillo, fiel reflejo de épocas de glorioso esplendor y poder, acechante y dominador sobre toda la comarca y con él un halo de misterio que encierra la legendaria aparición de Santiago matamoros para lograr la victoria de los cristianos. Hoy aparece a nuestra vista el gran castillo almenado, con la torre del homenaje y la Cruz de Clavijo, balcón privilegiado de la cara oeste que hace las delicias de los escaladores. El pueblo de Clavijo propiamente dicho, pequeño y acogedor y tras él alzándose casi hasta el cielo como queriendo ser hermana del castillo la ermita de Santiago. En este pequeño terreno otra población la Unión de los Tres Ejércitos. Y cerca de todo ello el significado monte Laturce desde el cual se pueden observar las provincias de La Rioja, Alava y Navarra y en su falda un importantísimo cenobio religioso que configura el Monasterio de San Prudencio, situado allí ante la cueva donde la mula se detuvo con el cuerpo del santo para fundar en ese lugar lo que sería uno de los centros religiosos más importantes de la época, convirtiendo al angosto valle en un santuario, y hoy un montón de piedras que conforman unas ruinas no exentas de cierto misterio y grandilocuencia.
Es el monasterio, una vez más el protagonista de nuestra leyenda. En la cercana localidad de Villanueva de San Prudencio, situada en el otro valle, en el año 1556 hubo aquí una mujer que se llamaba Juana Domínguez. Trabajando en las labores propias de la época, un rato en el campo otro en la casa tuvo una caída fortísima que le produjo una llaga horrible en la pierna, que llegaba desde la rodilla al tobillo. Trató la buena mujer de curarse la herida con los ungüentos e indicaciones que le había dado el médico pero después de unos días y viendo que no sufría mejoría decidió tomar una alternativa. La mujer apañó unas prendas y utensilios de viaje y se fue un día andando como pudo, su buen trabajo le costó, al monasterio de San Prudencio. Una vez allí habló con los monjes y les explicó sus heridas y sus intenciones, escuchadas éstas y con el beneplácito de los monjes de la congregación se encaminó a la cueva en la que estaba enterrado el cuerpo del santo y se quedó largo rato rezando, pidiendo por su curación. Pasaron muchas horas y como se hacía tarde, bajó un monje a por ella, diciendo que era hora de cerrar. No fue pequeña la sorpresa y estupor cuando la mujer dijo que ella no tenía intenciones de irse de allí hasta que el santo la atendiese. Era el primer encierro que se les presentaba en San Prudencio. Los religiosos aún extrañados y estupefactos no sabían qué hacer, y ante la desesperación de algún fraile debió decirle que porqué no intentaba untarse la pierna y las heridas con el aceite de la lámpara del santo. El fraile lo debió decir posiblemente en broma, pero la mujer no lo entendió así, hizo lo que le aconsejaban y a medida que se aplicaba el ungüento aceitoso sobre la pierna consiguió que la llaga se cerrase allí mismo. Así curada y dando loas de alegría al santo Prudencio regresó a su casa donde siguió realizando sus tareas.
(Por Diego Esquide Eizaga. Publicado en el diario «La Rioja» el 1 de noviembre de 1998)